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El discurso para la tribuna en cuestiones judiciales, penosa costumbre

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El tan difundido juicio por el homicidio del joven Báez Sosa ha desatado una vorágine informativa como pocas veces se ha visto en un tema tan delicado como es un homicidio agravado.
Antes de avanzar en las consideraciones que dan titulo al trabajo, adelanto que ejerzo el derecho penal y enseño la materia hace décadas.
Y que, contra la opinión de una pléyade de colegas que también lo ejercen, la sentencia me parece impecable no sólo por sus fundamentos, sino por estar redactada en un uso del idioma asequible para quienes no tienen formación jurídica. Dos virtudes poco frecuentes en nuestra administración de justicia contemporánea.
Ahora bien, los medios audiovisuales y escritos han recurrido a lo que se denomina penalistas con total liviandad. Y, luego de hacer un paneo por las intervenciones de un variopinto de personajes -por supuesto que hubo excepciones muy respetables-, nos encontramos con quien, sin ponerse colorado, sugirió que la sentencia debía condenar por homicidio culposo agravado por alevosía. Un alumno de segundo año, al manifestarse en ese sentido, será echado de la mesa de examen por el profesor, con la sugerencia concreta de que elija otra carrera acorde con su verdadera vocación, que claramente no será el Derecho.
Doy el ejemplo más grosero porque es tal la cantidad de barbaridades que necesitaría una resma de papel A 4 para volcarlas. Se haría todo muy tedioso.
Me voy a centrar entonces en lo que daré en llamar discurso para la tribuna porque aquí sí se han expresado varios expertos y expertas en política criminal, en política carcelaria y en varios de los aspectos sociológicos que están comprendidos en un hecho de características aberrantes.
Empiezan entonces a mezclarse los planos de análisis. A la pregunta sobre qué opinan de la sentencia, saltan al primer segundo a una crítica merecidamente despiadada contra el sistema carcelario argentino (que no difiere demasiado de los de otros países pero claramente es un catálogo de tratos crueles, inhumanos y degradantes) o contra las categorías de penas que incluye el código penal desde 1921 con variaciones legislativas frecuentes y originadas en las más variadas políticas criminales, de acuerdo al color del gobierno o a la presencia de falsos ingenieros en los medios de comunicación, entre otras innumerables razones de la verdadera diarrea legislativa que caracteriza a nuestro poder encargado de dictar normas generales.
Ahora bien. Ninguno de los expertos analiza con la frialdad necesaria un hecho objetivo: el art. 80 del Código Penal castiga con una pena única los homicidios agravados: la prisión perpetua.
Gracias a la prédica del falso ingeniero, hoy rige una ley absurda que convirtió a la prisión perpetua en una pena con un mínimo de permanencia en la cárcel, de cincuenta años. Hay quienes sostienen que son treinta y cinco, pero la diferencia no hace al mensaje que quiero dar.
Partiendo de la base objetiva de que, respecto de los homicidas de Báez Sosa, el sistema ha funcionado, con lo que fueron apresados, sometidos a juicio y condenados, con respeto por todas las garantías que les asisten como habitantes de Argentina, me pregunto qué Plan B tendrán esos expertos que critican la sentencia por haber fallado los jueces conforme al único derecho positivo que tenían que aplicar, o sea el bendito artículo 80 del Código Penal.
¿Pretendían que fallen contra derecho? ¿Qué prevariquen tal vez?
Probada que fue la alevosía por un lado y el homicidio con el concurso premeditado de dos o más personas por otro, a los jueces se les pone por delante un solo camino, al menos para los cinco autores que sin dudas destrozaron a patadas el cuerpo de la víctima: la prisión perpetua.
Sobre la participación primaria o secundaria el análisis de las conductas generó dudas en los magistrados y, cumpliendo su obligación legal, esas dudas se volcaron a favor de los reos: bajaron de la posibilidad de recibir perpetua a recibir 15 años de prisión.
Después de despacharse horas sobre el sistema carcelario denigrante para la condición humana, con la existencia de una pena única para los homicidios agravados aunque se trate de
un genocida o de un joven que es juzgado por el primer delito por el que lo apresan (que no quiere decir que sea el primer ilícito que comete) y con la falta de más escalas en las penas, para que los jueces pudieran optar por diferentes tiempos de encierro, NADIE reconoce que estos tres impecables jueces de Dolores cumplieron con el único deber que tenían: evaluar pruebas, tener por comprobada autoría y materialidad ilícita y aplicar la única pena posible para el delito de que se trataba.
Aunque en su fuero íntimo tengan sobre el sistema carcelario y sobre el texto del código penal y sus reformas punitivistas extremas, las mismas prevenciones que sus críticos.
Entonces, al no proponerse conducta pro activa alguna con relación a reformas legislativas o a modificaciones presupuestarias y estructurales del Servicio Penitenciario, todo lo que manifiestan es discurso para la tribuna.
A quienes conocemos todo el desastre que significa tener un poder judicial diezmado, una política criminal ausente, un sistema de juzgamiento obsoleto a nivel nacional al menos y sin recursos en otras provincias y podría seguir con la lista de defectos y ausencias, no nos aporta nada ese discurso vacío.
Pero lo más grave no es eso.
Lo grave es que a la ciudadanía y a quienes ejercen otras ramas del derecho los engañan y los obligan muchas veces a repetir conceptos equívocos.
Entonces, la obligación insoslayable de producirse con veracidad en los mensajes, al menos obligación para quienes tenemos el inmenso privilegio de haber accedido a educación universitaria en un país con profundas brechas en lo social, se desoye y se ignora.
Y se cae en el facilismo de criticar a quienes hacen bien su trabajo.
Porque lo que sucedió en este caso puntual -que no significará que disminuya el delito ni que las patotas dejen de actuar en manada- es que el sistema funcionó impecablemente.
Y quienes cometieron un delito gravísimo están, hasta el momento, pagando por ello.
Puede ocurrir que en otras instancias no se compartan estos conceptos y la sentencia sea revocada. Todo es factible.
Hoy la realidad que vivimos es esta y los jueces que dictaron las condenas no tenían acceso a plan B alguno. No hubo homicidio en riña, no hubo homicidio preterintencional ni homicidio simple. Sólo homicidio con las dos agravantes que se tuvieron por probadas, con suficiente fundamento, en la sentencia. Única pena posible: prisión perpetua.
Para los que podemos tener nuestras prevenciones sobre la efectividad de semejante pena, queda la labor de proponer reformas legislativas. Hay equipos muy serios de asesores en el Congreso a los que se puede recurrir para intentar aggiornar nuestra legislación penal, sobre todo en materia de ejecución de la pena.
Lo que no se puede es denostar un trabajo bien hecho corriéndose del análisis de la sentencia para entrar en terrenos ajenos al caso puntual, para con ello discursear para vaya a saberse qué campañas. Todo eso es siempre engaño al ciudadano de a pie. Va siendo hora de modificar esas costumbres perversas.

Héctor Jorge Rodríguez. Abogado y Docente universitario. Febrero de 2023.

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